“En la guerra, el cuerpo pierde sus derechos. Sobre todo, el cuerpo femenino”. Uno de esos derechos arrebatados es el de menstruar con dignidad. La escritora italiana Doriana Goracci recoge el testimonio de Mariam Khateeb, mujer palestina y estudiante desplazada que ahora vive en Egipto:
“Sangré durante diez días sin acceso a un baño real. La casa en la que nos refugiamos, como la mayoría de los refugios en Gaza, no ofrecía privacidad. Cuarenta personas dormíamos en dos habitaciones. El baño no tenía puerta, solo una cortina rota. Recuerdo esperar a que todos se durmieran para poder lavarme con una botella de agua y pedazos de tela. Recuerdo haber rezado para no manchar el colchón que compartía con tres primos.”
En Gaza, las mujeres sangran en silencio, abortan sobre suelos fríos o dan a luz bajo un cielo atravesado por drones. Los bebés lloran de hambre mientras la leche de sus madres se seca, agotada por el miedo y la desnutrición. Mariam relata cómo el cuerpo aprende a contraerse, a ocupar menos espacio, a resistir desde el silencio.
El desplazamiento forzado convierte lo íntimo en público. La privacidad desaparece, y con ella la dignidad, que se vuelve un lujo que nadie puede permitirse. La guerra, como describe Mariam, no solo arrasa ciudades: destruye cuerpos, borra gestos cotidianos y despoja a las personas de los derechos más esenciales: lavarse, alimentarse, menstruar con dignidad.
Aunque no exista un lugar seguro donde el cuerpo femenino pueda habitar sin miedo, esos cuerpos persisten. A pesar de la destrucción, las mujeres siguen viviendo, criando, nutriendo, generando esperanza. Cocinan con velas, calman a los niños, acunan a los moribundos.
Mariam habla de su madre como ejemplo de esta resistencia: manos temblorosas mientras sostenía una olla, negándose a comer hasta que todos lo hicieran, permaneciendo despierta hasta que el último niño se durmiera.
“No es pasividad, es resistencia”, afirma Khateeb.
En Gaza, ser mujer es todo lo contrario a la pasividad. Ser mujer, en medio de un genocidio, es un acto radical. Seguir viviendo es resistir. Menstruar, maternar, calmar, alimentar, rodeadas de muerte, es un grito de vida, una afirmación feroz contra la lógica de la aniquilación.
La guerra puede no tener rostro de mujer, pero la lucha por la vida, sí. Gaza es testimonio de que, incluso entre los escombros, las mujeres son el rostro más claro de la esperanza. Las mujeres palestinas encarnan la dignidad que se niega a morir. Donde la guerra niega su humanidad, ellas la reivindican con el cuerpo. Donde la muerte se impone, ellas insisten en la vida.