Poner límites no siempre es cuidar de uno mismo. A veces es rendirse sin querer admitirlo. Hace unos días leí en El País una carta de Andrea Traverso (2025, pp. 3) que me dejó pensando.
Hablaba del autocuidado como un arma de doble filo: “nos enseñan a poner límites, pero no a sostener vínculos”, escribió. Y creo que tiene razón. Siento que en los últimos años el autocuidado se ha convertido en una especie de dogma.
Si algo te incomoda, aléjate. Si alguien no “te aporta”, que se vaya de tu vida. Si hay ruido, busca silencio. Parece coherente cuando lo repetimos sin cuestionarlo, pero cuando esa lógica se lleva al extremo terminamos aislándonos de personas, vínculos o situaciones que podrían hacernos crecer.
Creemos que la paz únicamente es la ausencia de conflicto, pero olvidamos que las relaciones humanas también requieren de trabajo. El bienestar personal no es solo algo individual, es también aprender a convivir en lo compartido. A veces no es el otro quien nos desgasta, es lo que arrastramos sin darnos cuenta.
Yo mismo, en nombre del autocuidado, he dejado de hablar con personas que hoy extraño. No necesariamente porque fueran malas para mí, sino porque me resultaba más fácil irme que explicar lo que sentía. ¿Poner límites? Claro. ¿Cuidarse? Siempre. Pero también hace falta quedarse a reparar lo que vale la pena mantener.
Sin embargo, no creo que todo vínculo merezca sostenerse. Hay personas que solo se acercan cuando te necesitan, que dan lo mínimo para no perderte, pero nunca lo suficiente para construir algo sano contigo. Están, pero no están. Te dicen palabras lindas, pero no te dan ningún hecho consistente. Ahí es donde poner límites se vuelve necesario. Porque quedarse donde solo hay migajas no es autocuidado, es autoabandono.
Una relación no debería ser como una suscripción que cancelas cuando no cumple tus expectativas, pero tampoco un sitio donde aceptas menos de lo mínimo por miedo a perder. No todo lo incómodo es tóxico, ni todo lo que exige esfuerzo termina cansando.
Paz no es evitar el roce, sino aprender a no herirse con él. No siempre se trata de alejarnos o callar. A veces es aprender a elegir bien, a dejar ir con dignidad o a quedarse con responsabilidad. Hay equilibrio cuando lo que damos y recibimos nace del respeto. Y cuando eso falta, también cuidar(se) es cerrar la puerta a tiempo.
Tal y como escribió Traverso, “el amor, sea en la forma que sea, se crea”. Y yo agregaría: se crea entre dos, no desde el egoísmo de quien solo se mira a sí mismo… ni desde la costumbre de quien sobrevive a base de migajas emocionales.