Las elecciones de 2024 no solo redefinieron el mapa político de México; revelaron algo más profundo: dejamos de escucharnos.
Al día de hoy, transportistas y campesinos bloquean carreteras en distintos estados del país, otras personas ejercen el derecho a la protesta, mientras otros piden orden y autoridad. Todos hablan de México, pero no hablan entre sí.
Las narrativas describen la realidad, pero también la moldean, y a veces, la distorsionan.
Cada grupo contó una historia distinta sobre el país. Para unos, el cambio era esperanza, para otros, una amenaza. Algunos gritaban justicia social, otros libertad individual. Pero lo más importante no eran los discursos, sino lo que tenían en común: el miedo al otro. Las redes sociales no ayudaron, amplificaron el enojo. Los medios no fueron neutros; a veces escogieron bandos. Así, lo que pudo ser debate se volvió una trinchera.
Y en México, donde la violencia ha marcado la historia, el lenguaje se volvió otra forma de agresión. Cuando las palabras se usan para herir, dejan de servir para comprender. Quizá el conflicto no es solo político, sino narrativo: hemos construido historias donde el adversario es un enemigo, donde escuchar significa rendirse y donde solo puede haber una verdad válida, la propia.
Pero no todas las narrativas dividen. En países que han vivido traumas colectivos como Kenia o Bosnia y Herzegovina, se reconstruyeron relatos compartidos para sanar el tejido roto. Dejaron de preguntar “¿Quién tiene razón?” para preguntarse “¿Cómo llegamos hasta aquí?”. Sus narrativas no borraron el conflicto, lo resignificaron.
México necesita nuevas historias. No aquellas que prometen unidad ficticia, sino las que reconocen las heridas. Historias donde la discrepancia no sea motivo de odio, sino una puerta para el entendimiento. Historias donde el miedo no defina al otro.
Porque si seguimos construyendo relatos donde solo cabe uno, nos quedaremos atrapados en un país con muchos discursos, pero sin diálogo.

