Desde la pandemia de Covid-19, México se ha convertido en uno de los países que, de manera exponencial, se ha visto afectado por un fenómeno que ha detonado movilizaciones transversales en distintas partes del mundo: la gentrificación. El pasado viernes 4 de julio, la Ciudad de México fue el epicentro de una manifestación de poblaciones que salieron a las calles a exigir un cambio.
De acuerdo con Loretta Lees, la gentrificación es “el proceso mediante el cual barrios anteriormente populares son transformados por la llegada de residentes de mayores ingresos, lo que genera el desplazamiento de sus habitantes originales” (Lees et al., 2008). Es un proceso que toca fibras sensibles: una forma de despojo, de neocolonialismo moderno.
Esa complejidad se hizo visible el viernes, cuando algunos manifestantes dirigieron su enojo hacia extranjeros —especialmente quienes no aprenden español, quieren callar la cultura local o ejercen formas de violencia—, mientras que otros exigían al gobierno acción y regulación. Aunque ambas posturas parten del mismo fenómeno, las soluciones que proponen son distintas. Muchos se escandalizaron por los actos durante la marcha, pero otros los vieron como una forma de hacer ruido, una llamada de ayuda. De decir: “aquí estamos, esto nos duele”.
Al final, todo recae en las narrativas: en cómo se cuenta la historia y desde dónde se escucha. Para entender esta lucha hay que reconocer las dos caras de la gentrificación. Y aunque al principio puede parecer que no hay mucho que hacer, sí tenemos en nuestras manos la posibilidad de actuar, desde un entendimiento compasivo, pero sin soltar la exigencia.
Demostremos a los extranjeros el valor de nuestra cultura. Que vean la belleza de nuestro español. Que entiendan que nuestras raíces están en cada calle, cada tienda, cada sonido. Y cómo tienen un profundo valor para quienes las han habitado por generaciones.
Porque el desplazamiento es ser arrancado a la fuerza, dejando atrás vivencias, historias, comunidad. Es perder parte de lo que somos.Y esa pérdida no debería recaer solo en la sensibilidad del que llega; debe ser comprendida y enfrentada por el gobierno, que tiene la responsabilidad de proteger a su gente. La regulación es urgente, el fomento a las pequeñas empresas, es esencial. Y más allá de eso, quienes tienen poder económico también deben entenderlo: los negocios deben valorar a sus clientes locales y las inmobiliarias deberían priorizar a quienes han dado vida a estos barrios, no solo a quienes pueden pagar más.
La gentrificación no es solo un fenómeno económico: es una cuestión de escucha, de empatía y de justicia.

