Por Mauricio Meschoulam. Publicado en El Universal el 18 de diciembre de 2017. Enlace original: https://bit.ly/30AJ1ZB
Para estos días de fin de año, retomo en mi blog, ligeramente editado, este texto que escribí en 2014. Tan vigente ahora como entonces, especialmente considerando que inician las campañas por la presidencia, y que el “recuperar” la “paz y la tranquilidad” son conceptos que se vuelven a poner de moda en los discursos de las/os candidatas/os.
Creo que necesitamos empezar por un replanteamiento conceptual. Un cambio de switch. Las políticas, como muchas otras cosas, son resultado de las concepciones que construimos socialmente en torno a realidades, problemas y la forma de solucionarlos. No siempre, pero sí a veces, nuestros discursos desnudan esas concepciones. Por ejemplo, los conceptos “combate al tráfico de drogas” o “la lucha contra los cárteles de la droga”, podrían funcionar, pero únicamente para hablar acerca de aspectos muy específicos de toda una muy amplia y compleja fenomenología. El tráfico de drogas es solo una de las facetas de las organizaciones criminales que operan en nuestro país, y no de todas. Del mismo modo, cuando se equipara la seguridad con la paz, o se habla de ambas como si fuesen lo mismo, se exhibe una limitación conceptual importante porque la paz incluye, pero no se reduce a la seguridad. Podemos alcanzar ciertas mejorías en materia de seguridad sin, con ello, estar necesariamente construyendo condiciones pacíficas. Más aún, cada vez que se habla de “recuperar” la paz, se hace alusión a la idea de que hace solo algunos años (¿2006?), en este país teníamos paz, y ya no. En esa lógica, todo sería cuestión de reducir las espirales de violencia que vivimos y entonces habríamos retornado a la “paz” que “ya teníamos”. Es en esa conceptualización, precisamente, donde reside una buena parte del problema.
De acuerdo con autores clásicos de la materia, recuperados por el Instituto para la Economía y la Paz (IEP, 2016), la paz no tiene solo un ángulo negativo (ausencia de violencia y miedo a la violencia), sino también uno positivo (las “actitudes, estructuras e instituciones que crean y sostienen” a las sociedades pacíficas). Para explicarlo mejor, un autor como Galtung (1985) utiliza el ejemplo de la salud. Podemos pensar en salud como ausencia de enfermedad, o bien, como una serie de elementos positivos que la facilitan y la constituyen, como podrían ser el ejercicio, el aseo o una buena alimentación. Una cosa es, entonces, curar enfermedades. Algo, sin lugar a dudas necesario. Pero otra cosa es producir o generar condiciones de salud. Y no es lo mismo. De igual manera, el ADN de la paz, lo que le constituye, tiene que ver menos con lo que no es (violencia, guerra), que con lo que sí es: los factores que la edifican, los pilares que la cimientan.
No se trata de factores de “prevención” de la violencia (que son importantes, por supuesto), sino de una forma diferente de concebir el tema. Regresando al ejemplo anterior: yo no hago ejercicio para “prevenir” enfermedades. Yo hago ejercicio porque me produce un estado de bienestar y de salud. Igualmente, si pensamos en la paz como esa serie de circunstancias en las que prevalecen la cohesión y la integración en una sociedad, entonces podríamos decir que todo lo que produce y alimenta esos factores es constructor de paz. En otros términos, todo lo que genera o asiste en la integración social, es constructor de paz, mientras que todo lo que genera o contribuye a la desintegración social es disruptivo de paz.
Es por ello que de acuerdo con la investigación documentada por una considerable cantidad de académicas/os a través de decenas de países y estudios, el IEP sintetiza lo que denomina los “pilares de la paz”, los cuales incluyen componentes como la distribución equitativa de los ingresos, el libre flujo de la información, la aceptación de los derechos de otros/as, bajos niveles de corrupción y la existencia de gobiernos que funcionen de manera efectiva, es decir, gobiernos que verdaderamente contribuyan a satisfacer las demandas de la ciudadanía –incluida la demanda de seguridad, por supuesto-, entre otros factores.
En la medida en que una sociedad presenta diversos grados de desintegración, lo que es ocasionado por situaciones tales como la disparidad económica, social o regional, o bien, cuando se presentan condiciones como la exclusión, el maltrato a personas, o la falta de respeto a los derechos sociales, económicos y humanos, o el mal funcionamiento del gobierno y de las instituciones de un país, en esa medida esa sociedad está alejada de la paz. Con balas o sin ellas. El hambre, la pobreza o la corrupción, son formas distintas de agresión y por tanto no son vistas como causas de violencia, sino como violencia en sí mismas, violencia desde las estructuras.
De manera que cuando hablamos de Ayotzinapa, de Guerrero, o de cualquier otra parte del país (o del mundo), necesitamos encontrar a quienes han sufrido desapariciones forzadas, hallar y castigar culpables y determinar los nombres de quienes yacen en las fosas, pero no solo necesitamos eso. No basta con decomisar droga o armamento, con apaciguar las espirales violentas o reducir las tasas de homicidios y secuestros. Nuestra forma de concebir el planteamiento tiene que rebasar los esquemas tradicionales porque pensando tradicionalmente –“recuperar” o “reconstruir” la paz, “combatir la inseguridad”– es precisamente como hemos llegado al punto en el que estamos. Tenemos que asumir que este país requiere edificar desde abajo los pilares que construyen las condiciones pacíficas, quizás por primera vez, de manera seria, en nuestra historia.
Twitter: @maurimm
Texto en: https://bit.ly/30AJ1ZB