Por Mauricio Meschoulam. Publicado en El Universal el 23 de febrero de 2019. Enlace original: https://bit.ly/2Jw1otv
Los seres humanos no pensamos en términos de datos y estadísticas. Más bien, no sentimos, a partir de datos y estadísticas, nos dice Tim Kreider en su texto “America’s War of Stories” en el NYT. En ese artículo, Kreider relata la guerra de historias y relatos que se ha desatado en Estados Unidos como instrumentos para tratar de “confirmar” visiones o perspectivas en competencia. Más allá de que el texto hable de EU, vale la pena leerlo por otros elementos, como lo es el rol de nuestros prejuicios, nuestras verdades preconcebidas y nuestras convicciones, en la selección de lo que leemos o escuchamos a fin de “confirmar” lo que nosotros “sentimos” que es verdad. Esto, por supuesto, no se limita a la realidad estadounidense. A esos temas hemos dedicado una buena parte de investigación los últimos años; permítame revisitar algunos resultados.
La investigación que llevamos a cabo en México desde 2011, inició como una serie de estudios mediante los que buscábamos comprender los efectos psicosociales producidos por la violencia en el país, y el impacto que el miedo podía tener en la edificación de una sociedad más pacífica, democrática e incluyente. El proyecto se fue expandiendo hacia otras áreas como, por ejemplo, el rol que los medios de comunicación y las redes sociales juegan en la construcción de ese miedo, y en general, en la construcción social de percepciones y concepciones acerca de la situación que vivimos. Esta serie de investigaciones ha seguido avanzando de modo que lo que empezó como algunos estudios cualitativos limitados, se fue expandiendo hacia 25 estados del país, y finalmente, hacia una investigación efectuada en una muestra representativa a nivel nacional. No me detengo en cuestiones técnicas y metodológicas; todo se encuentra en un libro publicado en 2018 cuya versión en español será publicada por el CIDE en 2019 (Acá el link: https://bit.ly/2V8F8rf). Prefiero compartir algunos hallazgos y combinarlos con lo que se ha investigado en otras partes del mundo.
Primero, nuestras percepciones y nuestro entendimiento acerca de la situación de nuestra sociedad o nuestro país, no son un reflejo transparente de la “realidad”, sino el resultado de un complejo proceso de construcción social. Pocas veces leemos esa realidad a partir de información (correcta o incorrecta) basada en datos o en argumentaciones racionales y coherentes, o a partir de lo que nos cuentan las noticias o los medios de comunicación tradicionales. En cambio, tendemos a construir nuestras visiones acerca de esa realidad, a partir de lo que experimentamos u observamos de primera mano, a partir de lo que conversamos con familiares, amistades, colegas o personas cercanas en quienes confiamos, y a partir, por tanto, de las experiencias de terceros que nos son compartidas en esas conversaciones o interacciones con las personas cercanas (las cuales en la actualidad también incluyen conversaciones en redes sociales desde Whatsapp hasta otras como Facebook, Twitter o Instagram). Los medios de comunicación tradicionales sí aparecen, pero se ubican mucho más abajo en la lista como constructores sociales. Los medios tradicionales generan desconfianza en la mayor parte de nuestros participantes, o bien, les provocan (reproducen, transmiten o “contagian”) una serie de sentimientos negativos que incluyen miedo, frustración, apatía y desesperanza. Desde 2011 encontramos, en cientos de
participantes de nuestro país, una correlación estadísticamente muy significativa entre síntomas sugerentes de estrés post traumático y exposición a medios de comunicación.
Gracias a esta combinación de elementos, podríamos afirmar que nuestra visión acerca de la seguridad, por poner un ejemplo, tiene mucho menos que ver con las estadísticas o los datos (veraces o no) sobre homicidios, secuestros, extorsión o delitos, y mucho más con lo que vivimos, observamos, o con lo que conversamos en nuestro entorno o en nuestras redes con gente cercana o en la que confiamos. Alguien podría decir que lo segundo es efecto directo de lo primero. Pero ese es justo el punto. No lo es. O al menos, no siempre lo es. Lo que yo vivo u observo no siempre refleja una “tendencia” o “realidad” estadística o nacional, ni siquiera necesariamente local. Basta un cuerpo desmembrado colgado de un puente, uno solo (que para las cifras representa un único homicidio y no más), para provocar una ola de terror en una colonia, y el sentimiento generalizado de que ese sitio no es seguro, incluso si las cifras de homicidios o delitos van a la baja. Esa, mi “realidad”, es posteriormente compartida en conversaciones a nivel local, o bien, en conversaciones en redes sociales como Whatsapp o FB, reproduciendo impactos que pueden llegar mucho más lejos de esa localidad. Insisto, un solo homicidio. Sucede algo muy similar con nuestras experiencias y conversaciones acerca de otras cuestiones como la corrupción, el buen o mal gobierno, el combate a la pobreza o la escasez de gasolina o medicinas, o con cualquier otra situación.
Segundo, no “sentimos” nuestra realidad en términos absolutos sino relativos. Tijuana llegó a estar en 73 homicidios por cada 100 mil habitantes en 2009, y luego, en 2011, bajó a 53, pero Monterrey en 2009 estaba en 7 u 8, y hacia 2011 subió a 13, mucho menos que Tijuana y, no obstante, había una tendencia a “sentir” que Tijuana era en esos años más segura que Monterrey (en su momento lo corroboramos con varios estudios). Lo que percibimos no son los datos absolutos, sino el cómo estábamos antes y cómo estamos ahora. Lo que nos pega es el ascenso, el sentir que estamos el “doble” de mal. O bien, en su caso, damos un gran valor a la mejoría, aunque en términos absolutos sigamos muy mal. Esto que parece muy claro en asuntos de seguridad, tiene efectos muy similares en otros temas como, por ejemplo, nuestra percepción acerca de la corrupción.
Tercero, tendemos a acercarnos y a aceptar aquella información que “confirma” esas percepciones y sentimientos, y, por el contrario, tendemos a rechazar y alejarnos de aquella que choca con dichas percepciones y sentimientos.
Hay otros resultados que no me es posible compartir acá a falta de espacio. Lo importante, sin embargo, es dejar claro que hay quienes entienden mucho mejor acerca de estos temas que otros. Por consiguiente, en todo el planeta estamos apreciando cómo ciertos actores logran conectar emocionalmente con determinados sectores de sus sociedades, y construyen narrativas muy eficaces dirigidas a atender esa serie de percepciones y sentimientos colectivos como, por ejemplo, el miedo a los migrantes o a los ataques terroristas, el hartazgo ante la corrupción o la frustración por muchos años de gobiernos ineficientes. Producen discursos simples, claros, que proponen soluciones sencillas y “evidentes” frente a esa serie de sentimientos. Otros actores, en cambio, elaboran argumentos mucho más
sofisticados, complejos, a veces acertados, pero que fallan en conectar con esos sentimientos sociales. De pronto incluso fallan en comprender cómo es que dichos sentimientos se han llegado a construir y, por tanto, no pueden entender cómo es que sus argumentos lógicos no tienen la recepción que ellos considerarían lógica. La paradoja, sin embargo, es que hoy en día, el papel de esa argumentación compleja y sofisticada se vuelve indispensable para tejer un debate más hondo e informado acerca de lo que está sucediendo en varias partes con respecto a las instituciones, las libertades, la inclusión, el respeto a los derechos humanos y los derechos de las minorías, o la democracia. Se trata de pilares que no pueden estar sujetos a las percepciones o emociones como el miedo, la frustración o el hartazgo ante ciertos gobiernos, pero que solo resistirán si se entiende cómo trazar narrativas que establezcan puentes con esta serie de sentimientos colectivos cuyas razones de ser no pueden ser ignoradas.
Twitter: @maurimm
Texto en: https://bit.ly/2Jw1otv