En México, las prisiones se han convertido en uno de los reflejos más claros de la crisis de seguridad y de la fragilidad institucional.
Aunque su función debería ser garantizar justicia, reinserción y seguridad, hoy reproducen las mismas condiciones de violencia estructural que deberían prevenir y combatir. En los últimos años, los gobiernos federal y estatales han reducido el número de centros penitenciarios, al mismo tiempo que la población privada de la libertad ha aumentado (Hernández, 2025).
En este contexto, no sorprende que episodios recientes –disturbios, fugas y motines (Alemán, 2025; Yáñez, 2025)– hayan evidenciado la presencia de autogobiernos que han sustituido al Estado en el control interno de los centros (Sáinz, 2025). Esta realidad no es nueva, pero sí cada vez más visible. La debilidad institucional dentro de las prisiones permite que redes delictivas se fortalezcan, operen y recluten desde el interior, convirtiendo a estos espacios en incubadoras de violencia y no en mecanismos de reinserción.
La reinserción social, lejos de ser una prioridad, se ha convertido en una promesa incumplida. Según el Diagnóstico Nacional de Supervisión 2024, realizado por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en numerosos centros penitenciarios persiste la insuficiencia o incluso la ausencia de actividades educativas, laborales y de capacitación. Sin condiciones que permitan reconstruir proyectos de vida, la probabilidad de reincidencia aumenta, profundizando ciclos de violencia que afectan directamente a las comunidades.
A largo plazo, esta crisis obstaculiza la construcción de paz en el país. La paz positiva, entendida como un entorno que garantiza justicia, dignidad y bienestar, no puede surgir de instituciones que reproducen desigualdad, abandono y violencia cotidiana. Las prisiones deberían ser espacios para la reconstrucción social, pero hoy representan un recordatorio de que la impunidad y la ausencia estatal solo agravan la situación actual.
México necesita una reforma penitenciaria integral que coloque la dignidad humana al centro, garantice condiciones mínimas de vida, erradique los autogobiernos y asegure programas reales de reinserción. No es solo una cuestión de seguridad; es una responsabilidad ética y una condición indispensable para construir paz en el país.
Mientras las prisiones sigan funcionando como fábricas de violencia, será imposible imaginar un futuro en el que la justicia y la paz puedan sostenerse.

