Cada vez que abro mis redes sociales, un filtro distinto me promete la versión “mejorada” de mi cara: nariz más pequeña, mandíbula más afilada, piel sin historia. No es solo un juego digital; es un recordatorio constante de que existe una forma correcta de habitar un cuerpo. Y casi nunca se parece al mío ni al de la mayoría.
La violencia estética no es nueva, pero sí más silenciosa que nunca. No se expresa a gritos, sino en comparaciones, comentarios “inocentes”, algoritmos que premian ciertos rasgos, y un ideal de belleza tan estrecho que deja fuera a casi todos. Se trata de un sistema que premia lo normativo y castiga lo diverso; que nos enseña a corregirnos antes de conocernos y a ver nuestro cuerpo como proyecto, no como casa.
Lo realmente grave empieza cuando entendemos que esto no es un tema estético: es un tema de poder. Importa porque no solo condiciona la autoestima: condiciona oportunidades, movilidad social, cómo te tratan y qué puertas se abren o se cierran según qué tan cerca estés del “ideal”. Importa porque, como explica Bourdieu (1998), estas normas funcionan como violencia simbólica: parecen naturales, pero reproducen jerarquías. La estética se vuelve una forma de jerarquizar cuerpos y, como señalan autoras feministas como Naomi Wolf, Susan Bordo y Sandra Bartky, cualquier jerarquía basada en atributos arbitrarios termina justificando discriminaciones más profundas. Importa porque cuando las personas aprenden a odiar su cuerpo, el mundo también aprende a violentarlo.
La violencia estética es estructural porque opera en la escuela, en el trabajo, en los medios, en los espacios públicos y en los digitales. Es simbólica porque nos educa para sentir vergüenza de lo natural. Y es psicológica porque sostiene la culpa crónica: no ser suficiente, no ser “proporcional”, no ser “estética”. Ese peso invisible condiciona cómo caminamos, cómo nos relacionamos y qué tan en paz estamos con nuestra propia existencia.
Pensadoras feministas como Naomi Wolf lo advirtieron hace décadas: cuando la belleza deja de ser expresión y se convierte en obligación, deja de ser belleza y se vuelve control. En un mundo donde la imagen es moneda social, la presión por encajar no es un capricho superficial, sino una forma de violencia que atraviesa generaciones enteras.
Si queremos hablar de paz positiva, entonces tenemos que imaginar un mundo donde los cuerpos no sean campos de batalla. Donde la diversidad corporal no sea tendencia, sino condición humana. Donde mostrarnos tal cual somos no represente riesgo, vergüenza ni castigo. Porque la paz también se construye desde ahí: desde la libertad de habitar un cuerpo que no tiene que justificarse, corregirse ni filtrarse para ser digno. Desde ese lugar más ancho, más real, más nuestro empieza también la paz.

