Hace unos días, buscando mi próximo libro a leer, me tope con “Por qué no queremos salvar el mundo” de Federico Merke.
Aún no lo he leído, pero investigué y leí reseñas sobre de qué va, ya que se me hizo una premisa muy interesante, ¿por qué, como sociedad avanzada que somos, no hemos logrado implementar acciones verdaderamente efectivas para contrarrestar el cambio climático?
Leemos sobre sequías históricas, vivimos olas de calor, vemos heladas en lugares impensados y cada año hay inundaciones devastadoras. Sabemos, con los datos en mano, que el tiempo se agota; pero algo nos paraliza. La premisa que Merke plantea es, que el problema no es solo ambiental, sino político. Y tiene razón. Todo va de la mano de la falta de voluntad política colectiva para enfrentar el cambio climático, porque involucra intereses cruzados, conflictos de poder y los límites estructurales de las democracias para tomar decisiones difíciles en tiempo real.
El cambio climático es una tormenta perfecta: exige soluciones globales, costosas y, en muchos casos, impopulares. Porque esto nos haría cambiar nuestros modelos de producción, renunciar al consumo sin límites, enfrentarnos a los intereses económicos poderosos o reconfigurar, en cierto sentido, la dinámica social y, ¿quién se atreve? En democracias cada vez más polarizadas, donde todo se mide en ciclos electorales cortos, elegir tomar este rumbo de cambio y de repensar y remodelar nuestra sociedad, no gana elecciones.
Pero no es solo culpa de los gobiernos, también es de nosotros, la ciudadanía. Muchas veces, sabemos lo que habría que hacer, pero no estamos dispuestos a incomodarnos. Nos preocupa el planeta, sí… siempre que no tengamos que dejar de volar, comprar menos o pagar más por energías limpias.
Además, la narrativa dominante sigue colocando la responsabilidad del cambio en el individuo: recicla, consume responsablemente, cámbiate a un coche eléctrico; pero poco se dice sobre las transformaciones colectivas, estructurales o sistémicas. Esta visión refuerza la idea de que el cambio climático puede resolverse sin incomodar demasiado al statu quo. Entonces, ¿realmente no queremos salvar al mundo? Tal vez lo que pasa es que no sabemos cómo hacerlo sin perder lo que tenemos o, mejor dejamos que otros empiecen por hacer su parte. Y mientras nos enredamos en ese dilema, el mundo arde —literalmente.
Quizá lo más urgente no sea solo reducir emisiones o usar menos agua, sino cultivar una voluntad colectiva capaz de actuar a pesar de la incertidumbre, de los costos y del egoísmo de corto plazo. El cambio climático no espera y la pregunta ya no es “si queremos” salvar al mundo, sino si estamos dispuestos a pagar el precio por él y por nosotros…