La empatía y la bondad forman parte de la naturaleza humana. Sin embargo, en esta era de inmediatez digital, esa solidaridad fácilmente se instrumentaliza.
Los últimos años han sido testigos del surgimiento de un odio promovido sistemáticamente a través de redes sociales, transformando espacios que antes servían para exigir justicia y promover la paz en plataformas donde agendas ocultas distorsionan el verdadero propósito del activismo social.
El filósofo francés Edgar Morin ha advertido sobre los peligros de la proliferación del odio y la violencia, señalando que estos fenómenos amenazan la cohesión social y la humanidad misma (Vicari et al., 2024). Las sociedades llenas de odio no solo generan prejuicios y polarizan a la población, sino que también facilitan la manipulación social.
Es por ello que es muy cuestionable el tipo de contenido que vemos en redes. Frecuentemente sesgado y diseñado para señalar o atacar determinadas causas, este material se presenta con una intención informativa. No obstante, en muchas ocasiones su verdadera intención es construir una narrativa que alimente el odio y divida a la sociedad a base de enojo y frustración.
Lo más preocupante de esta dinámica es su accesibilidad universal. Prácticamente todos poseen un teléfono que contiene información inmediatamente disponible y fácilmente digerible. El efecto psicológico de las redes sociales pasa desapercibido precisamente porque afecta a todos por igual.
Entonces, es aquí donde me pregunto ¿hacia dónde está avanzando el odio en nuestra sociedad? El consumo excesivo de contenido ha generado un estado de odio constante en el que, muchas veces, ni siquiera sabemos explicar el origen del sentimiento. Esta situación ha creado la percepción de que el mundo exterior es hostil. Aislados en nuestros dispositivos, desarrollamos un sentimiento compartido de amenaza constante.
Sin embargo, considero que esta percepción no es necesariamente la realidad. A pesar de la toxicidad digital, la empatía y la bondad humana no han desaparecido. Cuando no estamos metidos en nuestros teléfonos, seguimos siendo capaces de alegrar a alguien con un saludo, llamar a nuestros seres queridos por genuino interés, y animar a quienes vemos desanimados.
Esta solidaridad no ha muerto; simplemente está escondida debajo de tanto ruido digital. Si logramos vivir menos en nuestros teléfonos y más en el mundo real, podremos redescubrir lo que es la vida más allá de las redes sociales. Llegar a construir paz como sociedad no requiere revoluciones tecnológicas, sino de una simple decisión por querer reconectar con el mundo tangible y con las personas que nos rodean.